Una pequeña luciérnaga volaba cada noche por el bosque. A su paso, dejaba su maravillosa estela luminosa y todos los animales observaban admirados la belleza de su luz.
Para algunos animales, ver pasar a la luciérnaga era sinónimo de alegría y esperanza. Para otros, era señal de que la naturaleza era inmensa y buena, porque ofrecía regalos tan hermosos como ese brillo, y ese brillo les ayudaba a no tener miedo.
Pero la luciérnaga se sentía pequeña e inútil. Era un insecto diminuto en comparación con otros y sentía que su vida no tenía mucho sentido.
En efecto, las abejas fabricaban su dulce miel y eran trabajadoras y tremendamente organizadas.
Las mariquitas limpiaban la zona de pulgones, y además a todos les caían bien porque eran muy simpáticas.
Los solitarios escarabajos favorecían el reciclado de plantas y animales muertos.
Ella sólo daba luz. Durante el día, la todopoderosa luz del sol la eclipsaba y durante la noche, el halo de la luna no tenía ni punto de comparación con su pequeño puntito luminoso. Pequeño, casi invisible, insignificante. Como ella.
No era consciente de que muchos animales esperaban horas para verla aparecer, porque a su paso ofrecía la alegre sencillez de su saber hacer. Ofrecía la seguridad de que todo estaba como debía. De que todo iba bien.
Y eso era lo único que se necesitaba cuando el fuego en verano devoraba con saña el bosque, o cuando las nieves del invierno secaban troncos y raíces y hacía escasear el alimento.
Esa luciérnaga era símbolo de equilibrio para todos.
Pero ella no sentía nada de eso.
Así que, decidió volar hacia una casa para quedarse allí para siempre encerrada y empezar una nueva vida.
En esa casa estaba segura. No era muy grande y en muy poco tiempo ya se había familiarizado con el ambiente. Vivía en una pequeña urna de cristal, donde se esforzaba por dar su mejor luz cada noche. Alumbraba una habitación donde dormía una niña que estaba enferma. Siempre estaba triste y sólo quería estar a oscuras. Hasta que apareció la pequeña luciérnaga.
La niña la observaba hasta que al final el sueño la vencía y se quedaba dormida, y a la luciérnaga le gustaba sentirse observada por ella.
Después, la luciérnaga iba apagando poco a poco la intensidad de su luz hasta la noche siguiente.
Pasaron varios meses y una tarde, poco antes del ocaso, la niña que hasta entonces había sido su única compañera, abrió la urna, y con un decidido gesto la lanzó por la ventana, de vuelta a su libertad.
– Tu sitio no está aquí, encerrada en este limitado espacio. Aquí sólo yo puedo ver tu luz. Quiero compartirte con todos, para que vean lo hermosa que eres y el bien que me has hecho. Tú tienes luz porque tú eres luz. ¡No tengas miedo de brillar!
Y la pequeña luciérnaga comprendió que cada uno brilla con su propia luz y que, siendo tan pequeña, también podía ser muy grande.
Ella se sentía invisible porque tenía miedo de lo que podría pasar si se atrevía a destacar, tenía miedo de no estar a la altura, de decepcionar a todos los animales y comprobar que no era lo suficientemente fuerte.
Ese temor, también está dentro de nosotros, quizás cada día, en cada reto que emprendemos y que no sabemos si seremos capaces de alcanzar con éxito.
Pero no nos damos cuenta de que todos llevamos dentro una gran luz que nos impulsa y nos da la energía para actuar.
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