La obediencia es una actitud importante para determinar las buenas relaciones sociales.
Pensemos un momento en las situaciones en las que hemos obedecido o en las que hemos exigido obediencia: entregar un informe en fecha, hacer dieta por consejo médico, decirles a los niños que se laven los dientes, etc.
Puede que a veces nos cueste más obedecer, sobre todo cuando percibimos que si lo hacemos, vemos coartada nuestra libertad y capacidad de decisión. Quizás nos resulte más cómodo y fácil solicitar obediencia porque, de alguna manera, nos sentimos con el poder y la autoridad.
En cualquier caso, creemos que una persona obediente es solícita, confiable, respetuosa, responsable y de carácter dócil.
Obedecemos porque tomamos la decisión de obedecer, lo que implica en cierto modo una gran fuerza de voluntad.
Pero, una vez que realizamos aquellas conductas por las que se nos pide obediencia, ¿quién es el último responsable de esa conducta?
En los años 60 del siglo pasado, el psicólogo Stanley Milgram se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar una persona normal y corriente por obedecer las órdenes de una autoridad que cree legítima.
Milgram se sintió sumamente interesado por un caso que fue muy mediático en esa época: el juicio contra Adolf Eichmann. Eichmann fue uno de los mayores responsables del holocausto nazi y el ideólogo de la llamada Solución Final.
Fue detenido en Argentina y durante su juicio, afirmó que perseguir a los judíos no fue para él un acto placentero, sino que lo hizo cumpliendo órdenes, por lo que fue el Gobierno el total responsable de esas atrocidades y no él.
El 15 de diciembre de 1961, Eichmann fue condenado a muerte en Jerusalén.
Hanna Arendt, filósofa y reportera, acudió a la primera fase del juicio y reflexionó sobre la personalidad de aquel hombre que era calificado por los psiquiatras como un auténtico asesino. Sin embargo, ella planteó en su libro “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal”, que Eichmann era un hombre sumamente obediente, para el que era imperativo cumplir con su trabajo de la mejor manera posible para agradar a sus superiores. No pensó que el cumplimiento de su obligación supusiera el exterminio de millones de personas, sólo hizo lo que tenía que hacer, porque así se lo exigieron personas que jerárquicamente estaban por encima de él.
Basándose en todos estos acontecimientos, Milgram diseñó un experimento en el que 40 varones creyeron que participaban en un estudio sobre el castigo en el aprendizaje.
Cuando el sujeto experimental llegaba al laboratorio, le recibía el experimentador vestido con una bata blanca, lo que le confería autoridad. A continuación, se procedía a un sorteo amañado para asegurar que dicho sujeto actuase en el papel de profesor. Un cómplice del experimentador haría de alumno.
La tarea del alumno era intentar aprender una serie de pares de palabras y repetirlas. Si fallaba, se le aplicaba una descarga eléctrica cuya intensidad iba aumentando hasta llegar a 450 voltios.
Sobre los conmutadores que supuestamente infligirían daño al falso alumno había unos carteles informando sobre la intensidad de la descarga. Así, el daño se causaría en los siguientes niveles: descarga ligera, descarga moderada, descarga fuerte, descarga muy fuerte, descarga intensa, descarga de extrema intensidad, peligro: descarga intensísima, descarga potente y descarga extrema XXX.
Durante el experimento, el alumno cómplice cometía numerosos errores, y el profesor (sujeto experimental) recibía por parte del experimentador instrucciones para que procediera a aplicar la descarga correspondiente.
Si el profesor se mostraba reticente a continuar aplicando las descargas, recibía otras indicaciones por parte del experimentador. Estas eran 4 en concreto, utilizadas cada vez que el sujeto mostraba más resistencia:
1ª- Por favor, continúe
2ª- El experimento requiere que prosiga
3ª- Es absolutamente esencial que prosiga
4ª- Usted no tiene otra opción: debe continuar.
Al llegar a 75 voltios, el alumno expresaba malestar asociado al dolor, con lo que el “profesor” empezaba a mostrar resistencia a continuar aplicándole descargas. En ese momento, recibía la primera de las indicaciones, y así sucesivamente.
Los asombrosos resultados del experimento concluyeron que el 60% de los participantes llegaron a aplicar la descarga de 450 voltios, lo que hubiera supuesto la muerte del alumno.
Basándonos en el experimento de Milgram, más de la mitad de la muestra de sujetos habría asesinado a una persona, por no saberse unos pares de palabras, y sólo porque otra persona considerada como la autoridad (el experimentador con bata blanca), les indicaba que lo hicieran.
Obedecemos porque consideramos que estamos en inferioridad jerárquica al que nos empuja a obedecer y, por tanto, la responsabilidad de las consecuencias de nuestra conducta, no son nuestras, sino del agente inductor. Nosotros sólo hacemos lo que nos mandan.
Somos influenciables a la autoridad y a la presión social. Lo vemos constantemente cada vez que alguien se ve empujado a cometer un acto que no desea por no sentirse rechazado por su grupo de referencia.
La obediencia puede ser una gran virtud, no cabe duda. La persona obediente demuestra responsabilidad, autorregulación y capacidad para ceder, pero también sumisión. En última instancia, sólo nosotros somos responsables de aquello que hacemos y de sus consecuencias. Por lo que pensemos si realmente acatar lo que nos exigen es lógico, productivo y beneficioso o si, por el contrario, nos esclaviza.
Quisiera citar para terminar al escritor Joaquim María Machado de Assis:
“La vida está llena de obligaciones que se cumplen cuanta más voluntad se tenga de infringirlas atrevidamente”
Puede que se abra aquí un gran debate…
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